miércoles, 30 de julio de 2008
CRÓNICA DEL RELOJERO.
Al preguntarle al respecto de lo relativo del tiempo, el anciano relojero me contempla con sus ojos de joven madurado por el tiempo y me dice que sí, que el tiempo es relativo, que a veces despierta creyendo que tiene que ir a clase o que en algunas ocasiones tiene pesadillas, cuenta que sueña con que tiene parcial y que no ha estudiado, peor aún, que ni siquiera recuerda el salón de clases. Dice que le pareciera que fue ayer cuando su hijo le ganó por primera vez al ajedrez, y confiesa resignado que han pasado muchos años en los que no le ha vuelto a ganar.
Él no siempre fue relojero. Antes de la pensión era profesor de bachillerato, estaba condenado a envejecer mientras sus alumnos se renovaban como crecientes retoños. Los alumnos pasaban, ascendían de grado, y él se quedaba en espera de los que venían. Confiesa que mientras trabajaba se dio cuenta de lo inútil de sus esfuerzos por lograr el orden y la disciplina tan importantes en su época cuando estudiaba en el seminario. Cuenta también que alcanzó a crear una especie de estándares en los que clasificaba a sus estudiantes, los primeros eran los “sangrilivianitos”, aquellos pequeños jovencitos que aún eran obedientes a sus padres y los respetaban, si no les temían. Eran jóvenes un tanto solapados que muy fácilmente se dejaban contagiar por el desorden de la ausencia del docente en clase, y eran estos mismos a quienes él como docente encontraba en el alboroto por falta de práctica, ya que los otros prontamente alcanzaban a regresar a sus asientos con sus falsas aureolas. Los segundos eran los inteligentes, el grupo de los inteligentes se divide en dos grupos. Los inteligentes aplicados, y los inteligentes vagos. En el caso de los inteligentes aplicados no había queja, eran caballeritos como él mismo les decía al llamarlos a lista. En el caso de los inteligentes vagos, eran los de temer, generalmente hiperactivos, no podían estarse quietos en sus puestos, y aprendían de manera sorprendente cualquier tipo de lecciones no dejando que los demás aprendieran puesto que los distraían con, he de confesar, su muy buen gusto para los chistes. Luego venían los estudiantes normales, aquellos casi imperceptibles que perfectamente podrían pasar por sillas vacías. Y finalmente, los brutos (resuena una carcajada después de pronunciar esta última palabra), los brutos no entendían ni con plastilina y como no entendían perdían los años y como perdían los años se hacían viejos entre sus compañeros, y nos miraban a nosotros los docentes con ojos de legítimo odio. Eran los de las peleas a la salida y el descanso, eran los más respetados entre sus compañeros, si no por su sabiduría, por el peso de sus puños.
Pero, ¿cómo fue que siendo docente terminó en la relojería? Le pregunté. A lo que respondió: El tiempo he de decir, el tiempo fuel el que me llevó a los relojes. A veces me despierto con la certeza de que hoy es el mismo día de ayer, no sé si me haga entender. Me levanto con mal aliento en la boca y antes de entrar al baño a cepillarme los dientes paso al jardín a mirar mis plantas, como es lo que siempre hago en la mañana me parece que no han crecido más que milímetros. Luego entro al baño, después de una breve ducha saboreo el oscuro tinte del café en una taza, y entonces, sin nada más que hacer, saco mis relojes para constatar que un día más ha pasado ya que si no fuera por ellos creería que me encuentro en el mismo día de ayer. Les doy cuerda, los destapo para contemplar su curiosa y delicada maquinaria palpitando siempre al mismo ritmo y los reparo si es necesario. Luego enciendo un cigarrillo y concluyo que soy yo y no los pequeños corazones que tengo en mis manos, el testigo del tiempo, del pasar de los días, y en resumen, de la llegada de la muerte.
Él no siempre fue relojero. Antes de la pensión era profesor de bachillerato, estaba condenado a envejecer mientras sus alumnos se renovaban como crecientes retoños. Los alumnos pasaban, ascendían de grado, y él se quedaba en espera de los que venían. Confiesa que mientras trabajaba se dio cuenta de lo inútil de sus esfuerzos por lograr el orden y la disciplina tan importantes en su época cuando estudiaba en el seminario. Cuenta también que alcanzó a crear una especie de estándares en los que clasificaba a sus estudiantes, los primeros eran los “sangrilivianitos”, aquellos pequeños jovencitos que aún eran obedientes a sus padres y los respetaban, si no les temían. Eran jóvenes un tanto solapados que muy fácilmente se dejaban contagiar por el desorden de la ausencia del docente en clase, y eran estos mismos a quienes él como docente encontraba en el alboroto por falta de práctica, ya que los otros prontamente alcanzaban a regresar a sus asientos con sus falsas aureolas. Los segundos eran los inteligentes, el grupo de los inteligentes se divide en dos grupos. Los inteligentes aplicados, y los inteligentes vagos. En el caso de los inteligentes aplicados no había queja, eran caballeritos como él mismo les decía al llamarlos a lista. En el caso de los inteligentes vagos, eran los de temer, generalmente hiperactivos, no podían estarse quietos en sus puestos, y aprendían de manera sorprendente cualquier tipo de lecciones no dejando que los demás aprendieran puesto que los distraían con, he de confesar, su muy buen gusto para los chistes. Luego venían los estudiantes normales, aquellos casi imperceptibles que perfectamente podrían pasar por sillas vacías. Y finalmente, los brutos (resuena una carcajada después de pronunciar esta última palabra), los brutos no entendían ni con plastilina y como no entendían perdían los años y como perdían los años se hacían viejos entre sus compañeros, y nos miraban a nosotros los docentes con ojos de legítimo odio. Eran los de las peleas a la salida y el descanso, eran los más respetados entre sus compañeros, si no por su sabiduría, por el peso de sus puños.
Pero, ¿cómo fue que siendo docente terminó en la relojería? Le pregunté. A lo que respondió: El tiempo he de decir, el tiempo fuel el que me llevó a los relojes. A veces me despierto con la certeza de que hoy es el mismo día de ayer, no sé si me haga entender. Me levanto con mal aliento en la boca y antes de entrar al baño a cepillarme los dientes paso al jardín a mirar mis plantas, como es lo que siempre hago en la mañana me parece que no han crecido más que milímetros. Luego entro al baño, después de una breve ducha saboreo el oscuro tinte del café en una taza, y entonces, sin nada más que hacer, saco mis relojes para constatar que un día más ha pasado ya que si no fuera por ellos creería que me encuentro en el mismo día de ayer. Les doy cuerda, los destapo para contemplar su curiosa y delicada maquinaria palpitando siempre al mismo ritmo y los reparo si es necesario. Luego enciendo un cigarrillo y concluyo que soy yo y no los pequeños corazones que tengo en mis manos, el testigo del tiempo, del pasar de los días, y en resumen, de la llegada de la muerte.
domingo, 20 de julio de 2008
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